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Colección de lápidas (2019 – actualidad)

Visitar las tumbas de los muertos cercanos es una tradición familiar que recuerdo desde que tengo memoria. Dos o tres veces al año, los domingos, mis padres, mi abuela, mi hermano y yo salíamos de la casa rumbo a Jardines del Apogeo, un cementerio en el sur de Bogotá donde la familia de mi papá tiene un lote funerario; equipados con tijeras para jardinería, un machete, un balde, pintura, lija y un pincel, nos disponíamos a rescatar del pasto y el olvido las tumbas de mis dos abuelos paternos, mi abuelo materno, un tío mío y una tía de mi papá, que él apenas conocía.

A pesar de saber dónde habían sido enterrados, el tiempo pasaba, el pasto crecía y la tierra se tragaba las lápidas; entre más nos demorábamos en ir, más difícil era encontrarlos. Caminábamos mirando con cuidado hacía el suelo, revisábamos con los pies las inscripciones lápida por lápida, casi siempre, mi mamá era la encargada de buscar a mi abuelo, su papá, porque ella recordaba los nombres de los difuntos vecinos y lo podíamos encontrar más rápido.

Cortar el pasto y enmarcar el rectángulo imaginario del ataúd sobre el suelo era lo primero. Desenterrar la lápida, limpiarla ligeramente y buscar el hueco del florero donde iría el ramo era lo segundo, después, mi papá recogía el pasto cortado en una lona y despejaba el lugar para que mi mamá, mi abuela y yo nos sentáramos alrededor de la lápida. La escena era como un picnic sin comida, mi mamá y mi abuela contaban historias de difuntos, hablaban de algún enfermo cercano y de vez en cuando, se quejaban de los problemas logísticos del cementerio. Mi abuela golpeaba en la tumba para anunciar su presencia, el sonido era una mezcla entre la dureza del mármol y lo vacío del cemento, con ese llamado terminaba la primera parte del ritual.

Dependiendo de qué tan cerca estuviéramos mi papá asignaba, a mi hermano o a mí, la tarea de buscar una botella plástica para usar de florero y poner el ramo. A mí no me gustaba esa labor. Yo prefería estar lejos del hueco donde se ponía el florero, era muy oscuro, profundo y me daba miedo. Parecía un telescopio directo al ataúd. 

El agujero del florero causaba en mí un sentimiento que oscilaba entre curiosidad y terror, después de tantos años ¿qué reposaba debajo de la lápida? Sin duda, el cuerpo ya no era carne y hueso, día tras día se descomponía en partes más pequeñas, nutrientes y minerales que volvían a integrarse a la vida. La lluvia los regaría por la tierra, gusanos y plantas crecerían, volverían al aire y poco a poco se disolverían en lo vivo hasta perderles el rastro. Ese proceso era la muerte, el cambio, la vida. 

Estudio de la desaparición de una lápida por pasto. Bogotá, Colombia 2019

«Transformation is the form in which the spirit moves: it is life itself. Whenever material form cannot follow the movement of the spirit, decay appears. Death is the protest of the spirit against the unwillingness of the formed to accept transformation: the protest against stagnation».

Philip Kapleau

Brighton, Inglaterra

Parejas frente al mar, 2018

Seven Sisters, 2018

Brighton Pier, 2017

Annecy, Francia. 2017

Vista a Los Alpes suizos, 2017

Agua y tierra unidas: neblina y montañas, 2017

Vista a la montaña «Los dientes del gigante» desde el Lago de Annecy, 2017

Lago de Annecy, 2017

Detalle de montañas, 2017

Estación de tren en Grenoble, 2017

Iglesia en medio de un camino, 2017

Nacimiento de agua entre montañas, 2017

Montañas y neblina, 2017