Author:soniaroj

Colección de lápidas (2019 – actualidad)

El retorno de Saturno

El retorno de Saturno

Yo soy humana, mi telencefalo altamente desarrollado y mi pulgar oponible lo confirman científicamente, pero mi alma lo duda.

Hay quienes dijeron que yo era un gato, uno de esos que se acerca por comida y da cariño solo cuando busca algo a cambio, puede ser muy tierno pero súbitamente retira su afecto cuando ya no le conviene.  Yo no creo ser un gato, o bueno puede que sí lo sea, pero sería más uno que calienta las patitas en la noche y presta su suavidad como terapia antiestrés. No todo es bueno, por supuesto, se me acusaría de dejar migajas de pelo por toda la casa para asegurarme de que me recuerden.

Es difícil pensar en que sería una bacteria, no las conozco tanto como conozco de mi misma, pero si llegara a serlo, seguramente elegiría crecer por dentro del cuerpo de algún ser más grande que yo. Me gusta la idea de ser parte activa de algo mayor, no quiero vivir en cautiverio en una caja de petri alimentando algún experimento en un laboratorio que se queda vacío y oscuro todas las noches.

He considerado que soy una planta, aunque para las plantas todo es más difícil, la falta de locomoción ha hecho que dejar la sombra de su árbol madre sea una cuestión de vida o muerte. Han desarrollado todo tipo de estrategias para liberarse de la oscuridad que las parió, semillas aladas que vuelan y caen en un nuevo terreno, frutos deliciosos que comen los pájaros, se vuelven popo y florecen de nuevo con agua, sol y la magia que el azar le pone a la vida. Pensándolo bien no sería una planta, yo no soy de esas que se olvida de donde viene, aunque sí encuentro una escatológica similitud en la estrategía de difusión de las semillas ocultas en frutos.

Las plantas son creativas, otro punto importante a tener en cuenta, debo reconsiderar de nuevo si sí podría ser una. por esta misma cuestión de la inmovilidad eterna, cuando el plan no sale bien y aterrizan en un lugar álgido tienen que hacerlo su hogar. Yo soy buena en eso. Aunque habita en mí el don de la locomoción a veces se me olvida y es justo ahí donde mi súper poder nace: hacer las cosas bellas, habitar lo inhabitable, procesar y digerir con el cuerpo y el alma, para crecer y para que luego otros vengan como turistas a visitar. Pero no, hay algo, una intuición que me dice que no soy una planta. 

Creo que sí soy una planta y no un tiburón.

Jueves 27 de abril de 2023

Visitar las tumbas de los muertos cercanos es una tradición familiar que recuerdo desde que tengo memoria. Dos o tres veces al año, los domingos, mis padres, mi abuela, mi hermano y yo salíamos de la casa rumbo a Jardines del Apogeo, un cementerio en el sur de Bogotá donde la familia de mi papá tiene un lote funerario; equipados con tijeras para jardinería, un machete, un balde, pintura, lija y un pincel, nos disponíamos a rescatar del pasto y el olvido las tumbas de mis dos abuelos paternos, mi abuelo materno, un tío mío y una tía de mi papá, que él apenas conocía.

A pesar de saber dónde habían sido enterrados, el tiempo pasaba, el pasto crecía y la tierra se tragaba las lápidas; entre más nos demorábamos en ir, más difícil era encontrarlos. Caminábamos mirando con cuidado hacía el suelo, revisábamos con los pies las inscripciones lápida por lápida, casi siempre, mi mamá era la encargada de buscar a mi abuelo, su papá, porque ella recordaba los nombres de los difuntos vecinos y lo podíamos encontrar más rápido.

Cortar el pasto y enmarcar el rectángulo imaginario del ataúd sobre el suelo era lo primero. Desenterrar la lápida, limpiarla ligeramente y buscar el hueco del florero donde iría el ramo era lo segundo, después, mi papá recogía el pasto cortado en una lona y despejaba el lugar para que mi mamá, mi abuela y yo nos sentáramos alrededor de la lápida. La escena era como un picnic sin comida, mi mamá y mi abuela contaban historias de difuntos, hablaban de algún enfermo cercano y de vez en cuando, se quejaban de los problemas logísticos del cementerio. Mi abuela golpeaba en la tumba para anunciar su presencia, el sonido era una mezcla entre la dureza del mármol y lo vacío del cemento, con ese llamado terminaba la primera parte del ritual.

Dependiendo de qué tan cerca estuviéramos mi papá asignaba, a mi hermano o a mí, la tarea de buscar una botella plástica para usar de florero y poner el ramo. A mí no me gustaba esa labor. Yo prefería estar lejos del hueco donde se ponía el florero, era muy oscuro, profundo y me daba miedo. Parecía un telescopio directo al ataúd. 

El agujero del florero causaba en mí un sentimiento que oscilaba entre curiosidad y terror, después de tantos años ¿qué reposaba debajo de la lápida? Sin duda, el cuerpo ya no era carne y hueso, día tras día se descomponía en partes más pequeñas, nutrientes y minerales que volvían a integrarse a la vida. La lluvia los regaría por la tierra, gusanos y plantas crecerían, volverían al aire y poco a poco se disolverían en lo vivo hasta perderles el rastro. Ese proceso era la muerte, el cambio, la vida. 

Estudio de la desaparición de una lápida por pasto. Bogotá, Colombia 2019

«Transformation is the form in which the spirit moves: it is life itself. Whenever material form cannot follow the movement of the spirit, decay appears. Death is the protest of the spirit against the unwillingness of the formed to accept transformation: the protest against stagnation».

Philip Kapleau